Tierra sin nosotros

miércoles, 4 de marzo de 2009

Batukada

No sé por qué, el día de hoy me ha traído ecos del verano, y de la noche en que escribí este poema: de la situación en que me encontraba, y de las personas que estaban a mi alrededor. Después de leerlo, Elena Medel (una joven poetisa cordobesa) me dijo que era un genio, y Edu (otro joven poeta cordobés) que el estilo era el mismo que el de Elena Medel (quizás lo segundo explique lo primero). Os lo dejo aquí para que juzguéis por vosotros mismos:

Batukada

Tú eres el que acecha en las barras de los bares
a las chicas con pantalón pitillo.

Te agarras fieramente a sus cinturas
y las obligas a trazar círculos, elipses, espirales.

Son sacerdotisas que te rinden culto en catedrales con pósters de Madonna,
pitias extasiadas bajo bombillas psicodélicas.

Tus estertores metálicos retumban en sus cuevas de paredes escarlatas,
después te resbalas por la porcelana del lavabo con el compás de sus arcadas agónicas.

Eres un gallo de plumas amarillas,
el motor roto de mi lavadora,
una mosca atrapada por un niño en una botella de plástico.

Tu avanzadilla se cuela por la tela de araña de mis arterias,
y juega al corro con mis hematíes.

Mis converses, insurrectas, no obedecen
a las corcheas que disparas al centro de sus suelas.

El vibrador del móvil te acerca a mi bolsillo.
Te pegas a mis pulgares con lascivia.

Quieres absorberme.
Pero no sabes que no puedo seguirte.

Mi madre es una sirena del Caribe.
Mi padre, un saltamontes arrítmico.

viernes, 30 de enero de 2009

Una forma como otra cualquiera de decir adiós

Bastaría con limpiar los cristales, pero hemos decidido arrancarla de la pared.

Así que mañana me mudo de esta ventanita a través de la cual os he leído y escrito durante más de cinco años. Delante de ella he hecho cosas deplorables y viles, como asesinar con la única bala de una frase terrible años de amistad, pedir explicaciones a un mentiroso de manos frías, e incluso concertar citassexosincompromiso con el monstruo de ojos azules para que me venda caricias por compasión. Sin embargo, como a la chica a la que pagan por hacer de María, yo también he decidido quedarme con lo mejor de cada cosa que pasa por mi vida, y a favor de Mercuccio el Mayor (tan absurdo es ponerle nombre el último día como que todos mis aparatos electrónicos sean personajes de Romeo y Julieta) tengo que decir que no todo han sido malos ratos.

Es triste la vida de ordenador. Casi tanto como la de globo del día de Reyes, aunque la esperanza de vida de estos últimos es dramáticamente menor. En realidad, creo que eso es hasta menos cruel. Un ordenador aparece en tu vida siendo útil y funcional, le dedicas toda tu atención, pasas gran parte de tu tiempo libre con él, e incluso la mayor parte del que no debería serlo. Pero, con el paso de los años, la relación se va haciendo más tensa: él ya no responde igual, y no puede complacerte como antes. Empiezas a quedar con otros (¡hasta los ordenadores de la facultad van mejor!), le gritas, incluso llegas a pegarle. Y él lo soporta con un estoicismo digno de elogio: nunca oirás una queja: a lo sumo, un pitido agudo, que oscila entre la lástima y la nostalgia, aunque si preguntas a un no iniciado te mirará extrañado y te dirá que suena como cualquier pitido de Windows. Pobres mentes paganas.

Y de pronto, un día, apareces por la puerta con un ejemplar más joven, más vigoroso, con más capacidad (¡y encima negro!). El pobre Mercuccio, viendo la caja de HP, sabe que sus horas están contadas: le sacaremos sus entrañas, las colocaremos en un disco duro externo a modo de vaso canópico y se acabó. Llegará el momento de emprender el misterioso viaje hasta el punto limpio.

Es terrible. La crueldad humana no conoce límites.

Aunque esta es la última vez que él se me cuelga. Y estos son los últimos versos que yo le arranco a su teclado descolorido.

domingo, 4 de enero de 2009

No es bueno que el hombre esté solo




Dios y yo coincidimos la mañana

de un sábado en el parque del Retiro;

frente al Palacio de Cristal, tres músicos

tocaban un antiguo blues, muy lento,

y sus notas oscuras se fundían

con los gritos revueltos de los niños,

las fugaces ardillas y los novios

que daban de comer en el estanque

a los cisnes y patos. Este acorde

perfecto bajo un Sol como del Génesis

mostraba Su presencia entre la gente.



Por un momento fui

Adán viendo nacer la mañana primera.



Luego pensé que hubiera preferido

que allí estuviera Eva para verlo.



Joaquín Moreno

lunes, 22 de diciembre de 2008

Y, sin embargo, amor...

Y, sin embargo, amor, a través de las lágrimas,

yo sabía que al fin iba a quedarme

desnudo en la ribera de la risa.

Aquí,

hoy,

digo:

siempre recordaré tu desnudez entre mis manos,

tu olor a disfrutada madera de sándalo

clavada junto al sol de la mañana;

tu risa de muchacha,

o de arroyo,

o de pájaro;

tus manos largas y amantes

como un lirio traidor a tus antiguos colores;

tu voz,

tus ojos,

lo de abarcable en ti que entre mis pasos

pensaba sostener con las palabras.

Pero ya no habrá tiempo de llorar.

Ha terminado

la hora de la ceniza para mi corazón:

Hace frío sin ti,

pero se vive.

Roque Dalton

viernes, 5 de diciembre de 2008

Patología de la subclavia

Le gustaban la rutina, los champiñones y Debussy. Nunca le habían gustado los cambios: ya de niña había preferido al conejito tullido de sus primeros abrazos a una Barbie o cualquier otra muñeca silicónica vendida a juego con su novio homosexual. Quizás por eso, porque estaba demasiado acostumbrada a su tristeza, se dedicaba a alimentarla ofreciéndole las letras indefensas de los poemas que él había escrito para otra(s), y, sólo en días muy especiales, su plato favorito: algún billete de tren. Y estaba cómoda.

Pero un día, haciendo alarde de un coraje que creía inexistente en ella, se puso un pantalón pitillo. Y al mirarse en el espejo, todo cambió. Fue increíble, como si su culo irrealmente proporcionado para aquella prenda hubiese sido una revelación, como si en sus nalgas hubiera aparecido la jodida cara del Dalai Lama.

Y desde entonces, es la pistolera más rápida del salvaje oeste, aprueba parciales de física médica y cambia sus plantillas para no recordar aquellas horas bajas antes de descubrir la paz interior de las personas con culos proporcionados.

lunes, 25 de agosto de 2008

Aquí un mundo infeliz (o Esto no es una introducción)



Cuando era pequeña, me daba mucho miedo la oscuridad, y me costaba muchísimo dormir sola. Tenía miedo de que, en una extraña confabulación intergaláctica e interespecífica, todos los personajes malvados de mis cuentos, junto con los extraterrestres y el fantasma de mi abuelo vinieran a asustarme, e incluso me hicieran daño. Durante una de aquellas noches desveladas descubrí una solución tan increíblemente fácil que me pareció indignante que nadie hubiese escrito un artículo científico sobre ella. Al fin y al cabo, cómo acabar con el miedo a la oscuridad de los niños es un tema que sin duda preocupa a muchas más mentes inquietas que el apareamiento del salmón de río. Pues bien, mi remedio fue tan simple como taparme con toda la ropa de cama por encima de la cabeza, construyendo así un refugio cálido que me tranquilizaba como un abrazo de mi madre, y me daba la suficiente seguridad para quedarme dormida. Con los años, mi formación científica me hizo comprender que los seres malvados pertenecían a la literatura de ficción, que los extraterrestres seguro que tenían cosas más interesantes que hacer que secuestrar a una niña y que la naturaleza ectoplásmica de mi abuelo le impedía hacerme nada (amén de que siendo como era un hombre bueno y cariñoso, la muerte no debía haberlo cambiado tanto).

Anoche, muchos años después de haber dejado de emplear esa técnica, se me ocurrió recurrir a ella de nuevo, aunque con un fin distinto. Esta vez, el monstruo que me preocupaba era mucho más terrible, puesto que ya se había introducido debajo de las sábanas, había entrado en mí y atenazaba con garras afiladas mis músculos cardíacos, tan fuerte que temo que para desprenderlo me hará falta deshacerme también de alguna de mis aurículas. Pero pensaba que quizás esa sensación de paz que me transmitían las sábanas cuando era pequeña sirviera, si no para ahuyentarlo, al menos para dejar de llorar, y poder sacarme la almohada de la boca sin temor a que nadie me oyera. Mas, incomprensiblemente, el remedio más poderoso de mi infancia no me sirvió. Y aún peor, ni siquiera cuando el saltamontes se metió en mi cama a decirme que pronto será doctor en Ciencias Químicas, y que todo ese esfuerzo lo ha hecho por el afecto que me profesa, pude sentirme mejor.

Lo único que he podido concluir de todo esto es que los monstruos esta vez me han hecho daño de verdad. Y en parte es culpa mía, por haberme quitado las sábanas de encima demasiado pronto, exponiéndome como no me habría expuesto nunca de no haber sido porque me dejé embriagar por la magia de los abrazos junto al Cantábrico. Y ahora me siento estúpida, ridícula, y avergonzada como nunca. Porque, ingenuamente distraía por esos monstruos de manos frías que se introducían poco a poco bajo mi ropa, yo consentía tales caricias innobles. ¡Pero qué idiota!

Ahora, mientras escribo semejante sarta de disparates (no tengas en cuenta nuestros pecados), el monstruo me mira y sonríe complacido, pues mi desgracia es su triunfo. Y, sin embargo, me parece advertir una chispa de compresión en sus ojos. Al fin y al cabo, no dejamos de ser viejos conocidos, y como tales nos respetamos. Ya nos hemos habituado a la compañía del otro, y supongo que él puede ocupar en mis entrañas el hueco que han dejado las mariposas de hace unos días.

(Por supuesto, todo lo anteriormente relatado es fruto de mi imaginación de escritora mediocre y romántica desangelada)