Tierra sin nosotros

viernes, 30 de enero de 2009

Una forma como otra cualquiera de decir adiós

Bastaría con limpiar los cristales, pero hemos decidido arrancarla de la pared.

Así que mañana me mudo de esta ventanita a través de la cual os he leído y escrito durante más de cinco años. Delante de ella he hecho cosas deplorables y viles, como asesinar con la única bala de una frase terrible años de amistad, pedir explicaciones a un mentiroso de manos frías, e incluso concertar citassexosincompromiso con el monstruo de ojos azules para que me venda caricias por compasión. Sin embargo, como a la chica a la que pagan por hacer de María, yo también he decidido quedarme con lo mejor de cada cosa que pasa por mi vida, y a favor de Mercuccio el Mayor (tan absurdo es ponerle nombre el último día como que todos mis aparatos electrónicos sean personajes de Romeo y Julieta) tengo que decir que no todo han sido malos ratos.

Es triste la vida de ordenador. Casi tanto como la de globo del día de Reyes, aunque la esperanza de vida de estos últimos es dramáticamente menor. En realidad, creo que eso es hasta menos cruel. Un ordenador aparece en tu vida siendo útil y funcional, le dedicas toda tu atención, pasas gran parte de tu tiempo libre con él, e incluso la mayor parte del que no debería serlo. Pero, con el paso de los años, la relación se va haciendo más tensa: él ya no responde igual, y no puede complacerte como antes. Empiezas a quedar con otros (¡hasta los ordenadores de la facultad van mejor!), le gritas, incluso llegas a pegarle. Y él lo soporta con un estoicismo digno de elogio: nunca oirás una queja: a lo sumo, un pitido agudo, que oscila entre la lástima y la nostalgia, aunque si preguntas a un no iniciado te mirará extrañado y te dirá que suena como cualquier pitido de Windows. Pobres mentes paganas.

Y de pronto, un día, apareces por la puerta con un ejemplar más joven, más vigoroso, con más capacidad (¡y encima negro!). El pobre Mercuccio, viendo la caja de HP, sabe que sus horas están contadas: le sacaremos sus entrañas, las colocaremos en un disco duro externo a modo de vaso canópico y se acabó. Llegará el momento de emprender el misterioso viaje hasta el punto limpio.

Es terrible. La crueldad humana no conoce límites.

Aunque esta es la última vez que él se me cuelga. Y estos son los últimos versos que yo le arranco a su teclado descolorido.

domingo, 4 de enero de 2009

No es bueno que el hombre esté solo




Dios y yo coincidimos la mañana

de un sábado en el parque del Retiro;

frente al Palacio de Cristal, tres músicos

tocaban un antiguo blues, muy lento,

y sus notas oscuras se fundían

con los gritos revueltos de los niños,

las fugaces ardillas y los novios

que daban de comer en el estanque

a los cisnes y patos. Este acorde

perfecto bajo un Sol como del Génesis

mostraba Su presencia entre la gente.



Por un momento fui

Adán viendo nacer la mañana primera.



Luego pensé que hubiera preferido

que allí estuviera Eva para verlo.



Joaquín Moreno