Tierra sin nosotros

lunes, 25 de agosto de 2008

Aquí un mundo infeliz (o Esto no es una introducción)



Cuando era pequeña, me daba mucho miedo la oscuridad, y me costaba muchísimo dormir sola. Tenía miedo de que, en una extraña confabulación intergaláctica e interespecífica, todos los personajes malvados de mis cuentos, junto con los extraterrestres y el fantasma de mi abuelo vinieran a asustarme, e incluso me hicieran daño. Durante una de aquellas noches desveladas descubrí una solución tan increíblemente fácil que me pareció indignante que nadie hubiese escrito un artículo científico sobre ella. Al fin y al cabo, cómo acabar con el miedo a la oscuridad de los niños es un tema que sin duda preocupa a muchas más mentes inquietas que el apareamiento del salmón de río. Pues bien, mi remedio fue tan simple como taparme con toda la ropa de cama por encima de la cabeza, construyendo así un refugio cálido que me tranquilizaba como un abrazo de mi madre, y me daba la suficiente seguridad para quedarme dormida. Con los años, mi formación científica me hizo comprender que los seres malvados pertenecían a la literatura de ficción, que los extraterrestres seguro que tenían cosas más interesantes que hacer que secuestrar a una niña y que la naturaleza ectoplásmica de mi abuelo le impedía hacerme nada (amén de que siendo como era un hombre bueno y cariñoso, la muerte no debía haberlo cambiado tanto).

Anoche, muchos años después de haber dejado de emplear esa técnica, se me ocurrió recurrir a ella de nuevo, aunque con un fin distinto. Esta vez, el monstruo que me preocupaba era mucho más terrible, puesto que ya se había introducido debajo de las sábanas, había entrado en mí y atenazaba con garras afiladas mis músculos cardíacos, tan fuerte que temo que para desprenderlo me hará falta deshacerme también de alguna de mis aurículas. Pero pensaba que quizás esa sensación de paz que me transmitían las sábanas cuando era pequeña sirviera, si no para ahuyentarlo, al menos para dejar de llorar, y poder sacarme la almohada de la boca sin temor a que nadie me oyera. Mas, incomprensiblemente, el remedio más poderoso de mi infancia no me sirvió. Y aún peor, ni siquiera cuando el saltamontes se metió en mi cama a decirme que pronto será doctor en Ciencias Químicas, y que todo ese esfuerzo lo ha hecho por el afecto que me profesa, pude sentirme mejor.

Lo único que he podido concluir de todo esto es que los monstruos esta vez me han hecho daño de verdad. Y en parte es culpa mía, por haberme quitado las sábanas de encima demasiado pronto, exponiéndome como no me habría expuesto nunca de no haber sido porque me dejé embriagar por la magia de los abrazos junto al Cantábrico. Y ahora me siento estúpida, ridícula, y avergonzada como nunca. Porque, ingenuamente distraía por esos monstruos de manos frías que se introducían poco a poco bajo mi ropa, yo consentía tales caricias innobles. ¡Pero qué idiota!

Ahora, mientras escribo semejante sarta de disparates (no tengas en cuenta nuestros pecados), el monstruo me mira y sonríe complacido, pues mi desgracia es su triunfo. Y, sin embargo, me parece advertir una chispa de compresión en sus ojos. Al fin y al cabo, no dejamos de ser viejos conocidos, y como tales nos respetamos. Ya nos hemos habituado a la compañía del otro, y supongo que él puede ocupar en mis entrañas el hueco que han dejado las mariposas de hace unos días.

(Por supuesto, todo lo anteriormente relatado es fruto de mi imaginación de escritora mediocre y romántica desangelada)